Mi farola y yo – Edgardo Molina

El amor es como una luz suave que podemos encontrar casi en cualquier lugar, incluso en un parque. Cuando esa luz se termina nos queda una oscuridad, una ausencia como un vacío inexplicable en la boca del estómago, cerca del corazón, con la que es duro vivir.

A pesar de que todos sabemos que tarde o temprano terminaremos viviendo en una sombra, cada vez que empezamos un amor somos ingenuos y creemos que la eternidad es algo inherente a ese sentimiento, que podremos compartirlo para siempre, como en los cuentos de hadas. En el relato que compartimos hoy, con ingenuidad y delicadeza, en una parábola donde el parpadeo de una luz representa las oscilaciones de algo que comienza a extinguirse o a decirnos adiós, Edgardo Molina nos cuenta el nacimiento y la pérdida del amor.

Por Óscar Rolando Urtecho

Mi farola y yo

Por Edgardo Molina

Siempre he buscado la luz, en especial cuando las cosas se me pierden. Y en las pequeñas soledades que hacen de la vida la vida, me encontré buscando un rayo de luz como compañía.

Así pues, me di cuenta de la necesidad de tener una farola en casa para que fuera mi compañía, para no tener que encender el tosco bombillo incandescente que desde arriba me señala y me juzga.

Mi primer día con la farola fue estupendo, la conocí en un parque, alejada de todo el resto, como esperando por alguien que se saliera del camino.

Hablamos de su belleza, que es como un recuerdo detenido o una cámara fotográfica que crea sombras. Me di cuenta que su luz me limpiaba el interior.

Ya en casa todo cambió, encendía de día y de noche. Blanqueaba su dulce cabellera para hacerme dormir o gritaba con un prender y apagar de diferentes frecuencias, se comportaba como una ola agresiva, y me hacía cerrar los ojos para percibirla con menor intensidad y verle su cuerpo oculto, aquel al que nunca pude acceder, pero me tocaba a diario.

Y ahí estaba yo, en medio de la noche en mi cama con ella, que atenuaba su luz para darme su amor, para darme su olor y su pasión lejana, y ella permanecía conmigo, acariciando mi cuerpo y viéndome fijamente mientras nos derretíamos de sequía. Así nos tomábamos, en sueños, con esa esencia incorpórea que delineaba mi alma.

Mas no todo era pasión, a veces se evaporaba, se callaba profundamente, tan solo me dejaba ver las partículas de polvo en el aire de la habitación o me gritaba con un destello tan incandescente que me dolían los ojos y la piel.

Estaba muy celosa de la luz solar y de cualquier otra forma de estela luminosa, incluso de las estrellas rutilantes o de la fugacidad de las mujeres del mundo.

A tanto llegó su enojo un día que se apagó por completo, y yo la buscaba en la penumbra, explicándole que tenía que salir al mundo, que yo debía trabajar y que únicamente veía por su luz, que no me importaba ninguna otra chispa siquiera.

Desesperado tropecé con la cama, me quedé dormido, casi sintiendo sus muslos en mis manos, o sus senos en mi boca, pero su luz parpadeante me despertaba y luego se oscurecía totalmente, no me permitía entrar al ensueño.

Comprendí que el amor también incluye las ridiculeces del mundo y que mi farola lo veía todo, y así como yo veía su cuerpo oculto entre un haz de luz, ella también veía entre mi carne un pequeño destello.