El dragón de lodo

El dragón de lodo: agua, pasión y eternidad en Ocotepeque

Por Lesly Yamileth Díaz

“El dragón de lodo”, de Antonio Ramos, describe los hechos ocurridos en la gran inundación que se registró en Ocotepeque el 7 de junio de 1934. Se trata de un relato basado en hechos reales pero novelado, que nos sumerge en un momento mágico y catastrófico en la vida de un pueblo; también nos cuenta la historia de varios personajes ficticios, entre ellos Silvia y Rodrigo.

El capítulo titulado “El jueves” describe un momento intimo entre Rodrigo y Silvia, recién casados. Rodrigo está despertando al lado de su esposa. El narrador nos cuenta detalles íntimos, poco a poco nos sumerge en la pasión que existe entre ambos. Están sólo ellos dos, asistimos como lectores a cada uno de sus gestos, cada caricia se convierte en un acto de entrega sublime y mágico… incluso podemos imaginar la delicadeza de Silvia como una libélula sobre Rodrigo.

De repente las voces, la sorpresa, el sonido “como de un tren que se acercaba”. Empieza un momento de tragedia y caos, el final de la pasión se aproxima. Vemos como Rodrigo quiere proteger a su ser amado y termina convirtiéndose con ella en éter y eternidad.

A continuación te compartimos este fragmento para que te animés a leer la novela.

 El jueves

 Por Antonio Ramos

Por la mañana del jueves 7 de junio los recién casados despertaron alrededor de las ocho. Esta vez fue Silvia quien se acercó a él, le acaricio la mejilla y acomodo su cálido cuerpo cerca del suyo.

Rodrigo tardó unos instantes en darse cuenta que estaba despierto, que ya era un hombre casado y que estaba en la cama con su esposa. Había soñado una escena de su juventud: estaba jugando futbol en la calle de tierra de su barrio paterno en la posición de portero. Edgardo, el chico mas fuerte y grande del grupo tiro un potente remate a portería y él se había lanzado hacia su derecha para desviar la bola, pero en el momento del contacto, la pelota se había disuelto en una lluvia de papeles: hojas de cuadernos mezcladas con retazos de confeti y aserrín, y su mismo cuerpo, en vez de caer pesadamente en la tierra, había quedado flotando un metro del suelo; veía a sus amigos Marcos, Santiago y Toño señalándolo y riendo a carcajadas. Era una escena muy vívida de su pasado, tenia una calidad pegajosa. Por ello, cuando despertó seguía pensando en el sueño, y tardó unos minutos en regresar al futuro, a este momento culminante de su vida en el que se sentía tan completo por tener a su linda esposa a su lado.

Extendió el brazo para atraer a su chica y le dio un apasionado beso en la boca. Los cuerpos se entrelazaron, se dieron los buenos días con la sonrisa en el corazón y el furor de la pasión en sus poros almibarados. Se sorbieron la piel hasta el delirio, ella se posaba en él con la levedad de una mariposa, cargando toda la gravedad en su espalda del esposo, inventándose alas, volando con sus besos hasta sus manos, queriéndolo con la desmesura que emergía de su carne, de su emoción vital, de la risa, el llanto, del todo y la nada.

Entonces, Rodrigo comprendió. “Esto significaba el sueño, pensó: Silvia es un regalo, somo insubstanciales, somos éter y eternidad, estamos habitados por duendes o por ángeles, tenemos las almas desnudas y revivimos el milagro de ser niños”.

Flotaban en su espacio vital como algodonosas semillas de jacaranda, empujadas por el viento; ingrávidos, incorporados, estallando contra la premeditación, borrando diques, generando a la vez, rosas y huracanes.

Mientras su cuerpo se estremecía, ella sintió que se expandía en la entrega: “Mi alma ya no se conoce – pensó Silvia, el regalo de él – deambula en otra dimensión donde tu nombre es una flor abierta sin orígenes, un conjunto de espejos que arrastra hacia la luz de las palabras que se sueltan del miedo y desnudan sus voces para decir: te quiero”.

El escucho en su conciencia las últimas palabras que ella había pensado: “Te quiero”, y se sintió capaz de tomar el cielo por asalto. Ambos rodaban como un pompón ligero en la brisa de unos amaneceres donde los colores se sentían por dentro como latidos de un corazón emocionado.

En un momento en el que ella estaba posada sobre su cuerpo como libélula sobre una hoja, él escucho varias veces el clamor sordo de un tren acercándose y, acto seguido, el estremecedor rugido de un techo cayendo como bomba mortal, y se percibió viviendo a la vez en el pasado y en el presente: Crac, crac, crac, gritaron los techos que se derrumbaban. De inmediato, con el alma expandida en la unidad del espacio-tiempo, él vio el derrumbe sucesivo del mundo que se aproximaba hacia ellos. En un inútil desplante masculino, él un gesto de protección y de entrega: giro su cuerpo velozmente para dar vuelta al fleco en que se habían fundido y, así, al quedar encima, proteger las alas translúcidas de su libélula del pulso mortal de las catástrofes celestes. Mas, al punto, supo que ambos eran uno, ya no había arriba ni abajo; ni atrás ni adelante: eran un solo átomo, una partícula, una misma substancia infinita brotada del manantial originario del universo.

Después de un instante de pesadez fatal, navegaron hacia la liviandad absoluta. Abrazados, sintieron la caricia de un pozo de sangre tibia antes de convertirse en la luz del aire cósmico, inmunes a los dolores del mundo.