¿Existe una cosmovisión centroamericana?

¿Existe una cosmovisión centroamericana?

Por Roberto Castillo

Hemos hablado tanto de integración y de unión, hemos creado una cierta idiosincrasia que nos distingue claramente de lo que es el norte y el sur del continente. Más de un siglo y medio de hechos e ideas, de expresiones identificadoras en el arte, la literatura y la política son un buen respaldo para preguntarse a estas alturas: ¿existe una cosmovisión de Centroamérica? ¿Ha llegado tan lejos y ha conseguido afinarse tanto nuestro proceso diferenciador?

A la hora de considerar el entrelazamiento (algo apresurado pero muy vivo) de ideas, literaturas, mitos y símbolos, cabe recordar una verdad muy grande: que detrás de repúblicas que nunca terminan de organizarse, y cuya fecha de fundación es relativamente cercana, existen unas raíces culturales que se hunden en un tiempo muy largo. Comprenderlas es vital para saber cuál es el específico imaginario centroamericano. Sin Guatemala no habría Popol Vuh, pero es igualmente cierto que los demás países nos miramos y remiramos en ese libro asombroso, porque entre lo que significa ser ciudadano del istmo se halla el sentido de pertenencia a una sabiduría muy vieja. Los hacedores de cultura de nuestra región no han cesado de ir y venir una y otra vez, incansablemente a esa fuente común de la que siempre han regresado renovados. Mencionando a uno muy representativo se puede aludir a todos: Miguel Ángel Asturias, que supo reelaborar antiguos mitos para compartirlos con la humanidad del siglo veinte

Pero además de estas raíces que nos dieron la clave para conformar una conciencia particular y orgullosa, existe un cuerpo de ideas que en su momento fue decisivo para constituir una primera concepción de lo centroamericano. A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, la Universidad de San Carlos, en Guatemala, fue uno de los centros de la ilustración americana. Este movimiento intelectual concibió la idea de independizarnos de España y la consecuente organización de una república, a la que vio crecer libre y saludable. Las vicisitudes históricas se encargarían de poner las cosas de otra manera. Por su vasta cultura y por su manera de encarar los problemas de su tiempo, se ve en el hondureño José del Valle el prototipo de pensador de la ilustración centroamericana. En su obra desfilan todos los temas imaginables en su circunstancia: la economía y la política, el derecho, la mujer y la educación del pueblo, sin la cual pensaba imposible la buena salud del Estado; también escribió sobre el indio y el cultivo de las ciencias. Concibió la empresa de un canal para comunicar los dos océanos, el Atlántico y el Pacífico. Sostuvo que la unidad de Centroamérica garantizaría su fuerza como una gran nación y redactó muchas páginas sobre el papel que podría juzgar en el futuro por la ubicación privilegiada entre los dos enormes bloques continentales del norte y del sur.

 

En sus «Diálogos de diversos muertos sobre la independencia de América», hace discutir a Cristóbal Colón con Jean-Jacques Rousseau, a Hernán Cortés con el padre Las Casas, a Carlos I (el que fundó el imperio donde nunca se ponía el sol) con Carlos III (el que empezó a transformarlo mediante una serie de reformas). Es un texto que pone a su lector frente a la utopía de América lugar al que van a dar siempre los que piensan la idea de lo americano

Centroamérica ha tenido una utopía en el pasado, la de su unidad. El liberalismo del siglo XIX quiso sostenerla “contra viento y marea», como suele decirse, y chocando con los límites de su tiempo, no consiguió evitar la fragmentación. Con harta frecuencia, los centroamericanos de hoy invocamos estos procesos de aquella época sin comprenderlos suficientemente, sin modificar la luz bajo la cual se produce esta comprensión. Pero también es verdad que ellos conformaron las líneas básicas de nuestra manera de ver el mundo y de vernos a nosotros mismos. Hay algo vivo en la mayoría de las gentes de América Central que en algún momento las hace recurrir a la búsqueda del sentido de unidad, de pertenencia a un conjunto que encierra eso que se da en llamar la identidad. Unas veces es en el comercio, otras en la política y con más frecuencia, afortunadamente en la cultura.

El sentimiento de solidaridad está bastante arraigado, a pesar de que la vida cotidiana suele ser lo mis insolidario por todas las crueles evidencias que se complace en aportar. He aquí una muestra para refrescar la memoria histórica. Hasta la tercera década del siglo XX existió una tradición de dar cabida en la vida pública a cualquier centroamericano con méritos que se trasladara de un país a otro, Rubén Darío fue acogido en El Salvador y Guatemala, y en este último país precisamente por un periódico que se llamaba Diario de Centroamérica. Don Antonio, el abuelo de Augusto Monterroso, fue empleado del gobierno de Honduras y los hondureños Miguel Oquelí Bustillo y Paulino Valladares pudieron ejercer la jurisprudencia y el periodismo en Nicaragua. Los ejemplos podrían multiplicarse. A veces esta actitud receptiva se volcó también hacia los que llegaban de otras regiones.

Tales son los antecedentes. El siglo veinte, siglo de tortuosas experiencias democráticas y de dictaduras, movimientos laborales, procesos revolucionarios, reivindicación de lo nacional en países como Panamá, nacimiento de una nueva república (Belice) y, sobre todo en la última década, intensas manifestaciones de la cuestión étnica, aporta una variedad muy grande de elementos que tanto se integran a esa conciencia de centroamericano como la sacuden. Y pensar sobre todos esos aspectos y su posible articulación para la visión del presente y del futuro es buen estímulo que lleva a evitar el vicio más común: aquella manera de considerar que se presenta bajo la figura de una armazón rígida y simple.

Es necesario comprender el pasado, y refrescar las ideas que se dieron en él, para captar lo que sigue vivo y recuperar la serie de sus transformaciones. La conciencia de la unidad también es un proceso en el que nos buscamos todos.